Octavio y Fernanda descubren al fotógrafo y su abrazo se hace más apretadito, al tiempo que su sonrisa crece. Alrededor el bullicio es grande: los más chicos están de recreo, y el grupo del que forman parte los "tortolitos" se prepara para ensayar una coreografía para la semana del colegio.
Octavio y Fernanda tienen síndrome de Down, como varios de sus compañeros; los otros chicos también tienen capacidades especiales. Y la pelean, con la "coreo" y con el resto de sus actividades, porque, como todo estudiante, piensan en el futuro y quieren ser felices.
"Amor, vení", llama "Fer". "Es mi novia", dice Octavio radiante, y ella se refugia en el hueco que deja el hombro derecho de él. Fer es un poco más tímida, pero acepta contar su historia: va a la escuela, trabaja en un local gastronómico, sueña con ser artista. Octavio es compañero de ella en la escuela; también trabaja. Ambos les plantearon a sus padres que quieren vivir juntos dentro de algunos años. Así, como cualquier joven. Solo que son chicos especiales.
"Sin distinción"
"Toda persona tiene los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o... cualquier otra condición", dice, contundente, la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Sin embargo, en pleno siglo XXI, seguimos sordos y parece que miramos para otro lado cuando de discapacidad se trata. Y el texto es más que clarito: "sin distinción", dice.
Pero no es lo que suele pasar. "Docentes, padres y profesionales se centran en el desarrollo psicomotor e intelectual, pero peligrosamente se omite la importancia del cuerpo y de los cambios que ha de tener en el futuro, y de promover el aprendizaje de la sexualidad", advierte la terapista ocupacional María Inés Esteve, de la fundación Itineris, de Buenos Aires, en un trabajo muy esclarecedor. Ese "de eso no se habla" tiene que ver con el lugar que el hijo con discapacidad suele ocupar en el imaginario familiar: el de la niñez eterna, la pureza y la inocencia, en el mejor de los casos. En otros, un objeto que debe ser alimentado, bañado y medicado, muy lejos del sujeto de derechos y de placer que es todo ser humano. Guillermo M. (prefiere mantener su apellido en reserva) lo vive en carne propia. "Mi hermana menor tiene síndrome de Down. Y está clara la teoría: ella tiene derecho a su intimidad, a su espacio, a sus gustos... ¡Ya cumplió 36! Sin embargo, hace poco me hicieron ver que la llevaba de la mano por la calle... Yo mismo caigo en la trampa y no la trato como la adulta que es. ¡No le habíamos enseñado a cruzar la calle!", dice.
"Los padres los viven como niños eternos; y niños asexuados, para peor. No aceptan que van a crecer y que necesitan desde temprano herramientas para enfrentar la vida, como cualquier chico. Hay que hablar de sexo con ellos", advierte la psicoanalista Graciela León, directora del centro de día Acompañar. "Es común que sigan bañándolos a los 6 o 7 años. Se escandalizan cuando el adolescente se toca (algo absolutamente normal) delante de otros cuando, con esa invasión sobre su cuerpo, no le han enseñado la diferencia entre lo público y lo íntimo", señala. Guillermo lo confirma. "Fue complicado que la familia aceptara que mi hermana tiene derecho a su intimidad; que si su puerta está cerrada, se debe golpear y pedir permiso, como con la habitación de cualquier otra mujer", reconoce.
"La educación de los chicos con discapacidad debe apuntar a la promoción de su independencia, y eso claramente incluye la educación sexual. Es indispensable que sean mirados desde un lugar de valor, como sujetos de derechos, y no como objetos", advierte por su parte Viviana de Mansilla, directora de Edapi, instituto de enseñanza especial e integración.
Esa educación en la autonomía, que no suele ser la regla, ha sido la clave para Marina O.; sus dos hijos menores tienen necesidades especiales (sus nombres han sido modificados, para resguardar su intimidad): Lucía sufrió anoxia de parto; Osvaldo tiene síndrome de Down. Hoy tienen 30 y 21 años, y ambos han estado de novios. Él va a la escuela y tiene novia y una pasantía. A ella le gustan mucho las ventas.
"El impacto inicial que causa la discapacidad de un hijo es muy grande. No nos engañemos: genera mucha culpa, además de temores sobre su futuro. Pero colocar al hijo en un altar de inocencia es como inmolarlo por culpa. ¡Y un altar es el último lugar en el que quiero que estén! -exclama Marina-. Quiero para ellos una vida. Y en eso los discapacitados somos los padres. Cuesta soltarlos, dejarlos crecer. Y en ese plano, el tema de la sexualidad es el que genera más resistencias. Muchas veces siento que lo que hay que hacer es sacar trabas de las cabezas de los padres".
De lo que sí hay que hablar
INCULCAR HÁBITOS DE HIGIENE.- Es una buena manera de acercarles desde niños la temática del cuerpo. Los chicos con discapacidad tienen derecho, como cualquier otro, a que se les informe con claridad sobre los cambios que se van a producir durante la adolescencia, y lo que esos cambios implican: el derecho al ejercicio libre y voluntario de la sexualidad. Esos conocimientos ayudarán, además, a prevenir abusos, detallaron las especialistas.
El Derecho a casarse.- La Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad exige que se reconozca el derecho de casarse y fundar una familia de todas las personas con discapacidad que estén en edad de contraer matrimonio. Pero la convención también entiende la necesidad de que los futuros contrayentes puedan basar su unión en el consentimiento libre y pleno, explicó el abogado Juan Manuel Posse, especialista en Derecho y Discapacidad.